lunes, 27 de diciembre de 2004

Nochebuena

Era una nochebuena más, prometía ser aburrida. Viniendo la familia de fiestas navideñas, bautizos y entierros, esa que solo ves muy de vez en cuando, y en las que tienes que repetir hasta la saciedad lo mismo tantas veces como te lo pregunten «¿Y qué estás haciendo ahora, a qué te dedicas?» Te doy mi palabra, odio que lo hagan, ni que les importe en lo más mínimo, maldita costumbre esa de preguntar sin importar la respuesta. Bueno, al menos hay que admitir que con el tiempo hemos cambiado, o al menos ampliado el abanico de intervenciones estúpidas, pues desde que lo recuerdo siempre que los veo te sueltan un «¿Es que vas a seguir creciendo?» Un secreto, llevo años, midiendo lo mismo?...

La nochebuena ya no es como cuando era niño, cuando nos reuníamos toda la familia: imagínate, llegábamos a ser unos quince niños, cantando con toda la familia villancicos, y revoloteando por toda la casa. A media noche, mi abuelo se ponía un gorro de papa Noel, y con un saco se convertía en el majestuoso Papa Dioni, repartiendo los regalos encima de una silla, diciendo el nombre de cada niño y sacando un juguete delicadamente empaquetado del saco. No eran gran cosa, más que nada, alguna golosina, o baratija del ciento cincuenta, ¡Pero dios!, como nos hacía vivir ese momento. Sacaba un regalo, y todos nos mirábamos felices por las tonterías, de nuestro Papa Dioni, esperando ansiosamente nuestro turno.

Como siempre se las hacía rogar, los más pequeños nos reuníamos desde que podíamos, apartándonos de los mayores, y en el cuarto a solas, nos poníamos a escribir Papa Dionianónimos, amenazándole con las mayores torturas concebibles (al menos para nosotros) y se las hacíamos llegar con la advertencia de que entregase inmediatamente los regalos, sino quería sufrir las consecuencias. Eso sí, que no faltase la firma del grupo amenazante del momento, con nuestros nombres en clave, no fuera a descubrirnos. Ya ves, desde tan pequeño, y ya usaba seudónimos o nicks.

Luego volvíamos todos al salón a disimular, mientras nuestro enlace (mi madre) hacia llegar la carta a mi abuelo. Este la leía mientras nosotros le mirábamos sin levantar sospechas, claro. Así, que al tercer anónimo, ya sea por convencimiento, o por haber llegado la hora más bien, se ceñía el gorro, y empezaba el espectáculo.




Esta vez, faltaban muchos. Mi abuelo hace ya dos años, abuela y algún familiar, muchos más. Los niños convertidos ahora en adultos, han perdido aquello que convertían estos momentos en mágicos, y muchos ya no vienen. Mi madre, sigue poniendo los tan ansiados y exitosos sándwich vegetales, que desaparecen al momento, pero aún así, nada es lo mismo. No hay ganas. Todo es muy automático. Y esta nochebuena, prometía ser lo mismo, hasta que por sorpresa, llego ella, Ana.

Mi hermano no podía trasladarse a nuestra casa, pues la mujer trabajaba al día siguiente, y no podría traerse a la hija en avión, y dejar sola a mi cuñada allá, lejos y sola; Una frustración más a sumar a esta fecha tan significativa. Hasta que apareció ella.

La pequeña AnaYo fue el primero en darme cuenta, y al solo verla, una gran felicidad indescriptible me lleno; se acercaba con un tímido paso hacia todos nosotros, y con cada segundo, se ganaba una mirada más, fija y entregada, de alguno de los presentes. Ella, Ana, mi sobrina de apenas catorce meses, dando sus primeros pasos ante el auditorio. Me gustaría explicarte como caminaba, pero solo quien ha vista a un pequeñajo dar los primeros pasos, lo entiende. Y ella, así lo hace. Después de verla por última vez meses antes, esa noche, con la sorpresa de la llegada del hermano y la cuñada, y de Ana, la niña, recuperamos parte de los polvos mágicos que un día perdimos. Y esa nochebuena, fue algo especial.

Ay, Ana, nunca entendí el amor y orgullo de un tio por su sobrina, hasta que te conocí. Feliz Navidad a ti, Ana.

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