La nochebuena ya no es como cuando era niño, cuando nos reuníamos toda la familia: imagínate, llegábamos a ser unos quince niños, cantando con toda la familia villancicos, y revoloteando por toda la casa. A media noche, mi abuelo se ponía un gorro de papa Noel, y con un saco se convertía en el majestuoso Papa Dioni, repartiendo los regalos encima de una silla, diciendo el nombre de cada niño y sacando un juguete delicadamente empaquetado del saco. No eran gran cosa, más que nada, alguna golosina, o baratija del ciento cincuenta, ¡Pero dios!, como nos hacía vivir ese momento. Sacaba un regalo, y todos nos mirábamos felices por las tonterías, de nuestro Papa Dioni, esperando ansiosamente nuestro turno.
Como siempre se las hacía rogar, los más pequeños nos reuníamos desde que podíamos, apartándonos de los mayores, y en el cuarto a solas, nos poníamos a escribir

Luego volvíamos todos al salón a disimular, mientras nuestro enlace (mi madre) hacia llegar la carta a mi abuelo. Este la leía mientras nosotros le mirábamos sin levantar sospechas, claro. Así, que al tercer anónimo, ya sea por convencimiento, o por haber llegado la hora más bien, se ceñía el gorro, y empezaba el espectáculo.
Esta vez, faltaban muchos. Mi abuelo hace ya dos años, abuela y algún familiar, muchos más. Los niños convertidos ahora en adultos, han perdido aquello que convertían estos momentos en mágicos, y muchos ya no vienen. Mi madre, sigue poniendo los tan ansiados y exitosos sándwich vegetales, que desaparecen al momento, pero aún así, nada es lo mismo. No hay ganas. Todo es muy automático. Y esta nochebuena, prometía ser lo mismo, hasta que por sorpresa, llego ella, Ana.
Mi hermano no podía trasladarse a nuestra casa, pues la mujer trabajaba al día siguiente, y no podría traerse a la hija en avión, y dejar sola a mi cuñada allá, lejos y sola; Una frustración más a sumar a esta fecha tan significativa. Hasta que apareció ella.

Ay, Ana, nunca entendí el amor y orgullo de un tio por su sobrina, hasta que te conocí. Feliz Navidad a ti, Ana.
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