domingo, 5 de junio de 2005

La ciudad

Donde estoy ahora, estoy lejos de la ciudad, y desde aquí, uno piensa en las cosas que hemos ganado y perdido viviendo en la gran urbe.

Aquí, los atardeceres de color de fuego, son constantes, y el ruido de los árboles los llego a confundir con el mar en calma, aún estando a miles de kilómetros del océano.

En las ciudades, en cambio, perdemos la vista del horizonte, transformándose en cemento y metal, insensible, frío y duro. Entre tanto estruendo, tantas prisas, nos olvidamos de donde venimos y lo que somos, y dejamos de ver las estrellas, pues nunca hay tiempo, o la contaminación lumínica lo impide. Nos encerramos en las casas y edificios, y dejamos de sentir a la naturaleza en nuestra piel, no recibimos las caricias de la brisa, y el sol cuando nos saluda, lo interpretamos como un ataque.

Sólo se escucha el ruido de los coches, y algún tintineo metálico. Ya no hay risas de niños, ni gritos de auxilio, o carcajadas gigantes. Entre tanto bullicio, no percibimos el caer de las lagrimas por muy cerca que estén.

Andamos por la cuidad, cubiertos de mil una pieles, intentándonos aislar de todo, de la contaminación, de la naturaleza. Incluso en lo que consideramos nuestros refugios, vamos protegidos con mil una armaduras. Al dejar de caminar descalzos en todo momento, dejamos de vivir «conectados» con la tierra, de absorber su energía y nos ponemos más costras, más fronteras, hacia la madre naturaleza, de donde venimos, y lo que somos.

En las ciudades, dejamos de ver los animales, las flores, los insectos, olvidándonos que pertenecemos con los mismos derechos, y mismas obligaciones, a un todo. Nos sentimos artificialmente superiores, y por ejemplo, sólo tenemos plantas, para el adorno y matamos lo que consideramos una amenaza.

Al final, no tenemos tiempo para nada, todo son prisas, en el cada día, y en la vida. Prisas para llegar a su hora, y que nos de tiempo de estar listos. Prisas para hablar, prisas para hacer unos estudios y conseguir un puesto de trabajo. Prisas que no nos permiten profundizar en las personas, en las letras, en la música, mirándolo todo, como si de «comida rápida» se tratase. Escuchamos la canción, y al poco tiempo, le dejamos para el olvido, remplazándola por otra. Sólo nos dejamos llevar por la apariencia primera, entre tanta competencia, tanta velocidad, no nos da tiempo de nada. Enjuiciamos a las personas al momento, y pasamos a otra cosa. Es el ritmo de la sociedad, y de su baluarte, su símbolo, las ciudades. No nos da tiempo de mirar o escuchar, y apenas vemos y oímos. Nos quedan sólo sus prisas, son sonidos estridentes, su aire contaminado, sus suelos sucios, y sus eternos desconocidos.

Sin embargo, yo amo a la ciudad. Me impresiona ver hasta donde ha llegado el desarrollo del hombre, y demuestra hasta donde podemos llegar. Es una posibilidad viva de conocer a las personas, de tener a tu alcance cultura, gentes, vida, libertad. Amo la ciudad, pero me duele que algunos, las transformen en otra cosa. Me duele, que a veces, olvidemos lo que somos, y nos convertimos en autómatas, renegando de nuestra descendencia, de nuestro origen. Intento vivir en ciudad, sin convertirme en ella, sin transformarme en cemento o metal, sin dar oportunidad, que esta me trague en cualquier esquina obscura, y convertirme de esa forma, en un ser de ciudad.
Mientras tanto, seguiré luchando mirando al cielo, tocando los árboles, mirando las hormigas, caminando descalzo, sintiendo el aire en mi piel, oliendo las flores, mirando pasmosamente, con asombro, a cada lado, sin llegar a acostumbrarme a nada, aprendiendo como si fuera mi primera vez para todo, hablándote, escribiéndote y escuchándote.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Preciosa descripción :)